
Un artista entre siglos. Perteneciente a la última generación de artistas académicos peruanos, el pintor Daniel Hernández tuvo una importante actuación en la escena del arte internacional y local en el tránsito al siglo XX. Al igual que sus contemporáneos, Carlos Baca-Flor, Teófilo Castillo, Federico del Campo y Alberto Lynch, viajó a Europa para seguir una formación cercana a los cánones de la academia tradicional. Tanto en el Viejo Continente como en el Perú forjó su fama a partir del retrato, escenas de género y una pintura intimista con la que lograría encargos de la elite burguesa y del Estado.
Hernández nació el 1 de agosto de 1856 en el distrito de Salcabamba, al norte de la provincia de Tayacaja. Fue hijo del español Leocadio Hernández y de Basilia Morillo, con quienes se traslada a Lima a la edad de cuatro años. En la capital inicia sus estudios en la Escuela Normal Central e inicia, a corta edad, sus lecciones artísticas de la mano del pintor italiano Leonardo Barbieri (1818-1896). Retratista y profesor de dibujo itinerante, Barbieri estuvo activo en el Perú desde 1856, primero en Arequipa y luego en Lima. Fue conocido por establecer una academia particular y organizar, en 1860, la primera exposición colectiva en la capital, lo que le ganó prestigio en el medio. Hacia 1870 recibió en su taller a Hernández, quien en poco tiempo adquirió una notable destreza pictórica. Testimonio de su precoz talento es el cuadro La muerte de Sócrates (1872), composición neoclásica cuya escenografía y dramatismo hacen eco a la obra del mismo título realizado por el pintor francés Jacques-Louis David. El cuadro le granjeó el apoyo del gobierno de Manuel Pardo (1872-1876) que lo envía becado a Europa en 1873.
Siguiendo la estela de los pintores precedentes, Hernández emprende su formación profesional en torno a las principales instituciones de arte europeo y en talleres de artistas consagrados. Durante su primera estadía en la capital francesa toma contacto con el pintor Ignacio Merino, quien era por entonces un asiduo participante de los Salones de París. Por consejo de este, se traslada a Roma para estudiar en la academia de la ciudad. Bajo el influjo de artistas españoles como Mariano Fortuny y de José Villegas, pintores ligados a la Real Academia de España en Roma, Hernández desarrolla una pintura lumínica y preciosista, cuyo estilo lo convertirán en el artista favorito de la Europa finisecular. Más tarde ingresa al taller del madrileño Lorenzo Vallés, pintor abocado a escenas realistas y de corte histórico, cuyo naturalismo debió influir notablemente en el pintor peruano. En esta primera etapa de su proceso de formación Hernández se consolida primero como retratista. Su obra más destacada de este periodo lo constituye la efigie de Luisa Jacobini, esposa del cónsul peruano en Roma, Luis Mesones. Realizado en 1883, en un momento culminante de su estadía italiana, la imagen logra superar los tópicos estilísticos dominantes en el retrato italiano para mostrar, en cambio, un dominio preciosista y de destreza naturalista.
Tras once años en Italia, Hernández retorna a París en 1885, a donde fija su residencia y desde donde recorre España, Suiza y Bélgica. Su producción artística se vuelca a los temas de género y a la ilustración de anuncios y publicaciones. Su característico estilo le ganó un lugar no solo entre la burguesía francesa sino también entre la elite peruana que, pese a la lejanía, mantenía permanente contacto con el artista. De hecho, fue este el periodo en el que Hernández se dedica al retrato de notables personajes de la República Aristocrática. Entre fines del ochocientos e inicios del novecientos ejecuta los retratos del conde de Guaqui, Juan Mariano de Goyeneche y Gamio, del arzobispo de Lima José Sebastián Goyeneche, y de los presidentes Nicolás de Piérola, Eduardo López de Romaña y José Pardo, este último hijo del presidente Manuel Pardo. Tuvo una relación particularmente cercana con la familia del mariscal Andrés Avelino Cáceres, sobre todo con sus hijas, Hortensia, Rosa y Zoila Aurora Cáceres, a quienes retrató varias veces. Al mismo tiempo, Hernández tuvo una intensa participación en los salones de París, espacio expositivo internacional en el que confluyó con otros artistas peruanos como Abelardo Álvarez Calderón y Alberto Lynch. Exhibió paisajes y pinturas de género como Al calor del hogar, en 1893; El baño, en 1894; y El valle de Engelberg, en 1895, alcanzando un premio en 1899 con su Perezosa, parte de una serie de cuadros ligeros de figuras femeninas reclinadas en sillones o lechos. Al año siguiente, con motivo de la participación del Perú en la Exposición Universal, volvería a presentar otra versión del mismo tema obteniendo una medalla de plata por su obra. En reconocimiento, Hernández es hecho caballero de la Legión de Honor, condecoración que se sumó a sus altos cargos de presidente de la Sociedad de Pintores Españoles y miembro de la Sociedad de Artistas Franceses. A inicios del siglo XX la pintura de Hernández desembocará en nuevas experimentaciones lumínicas que influyeron también en sus contemporáneos, como su amigo el pintor español Ulpiano Checa.
La consagración internacional del pintor peruano fue ampliamente conocida por figuras de la elite limeña, quienes le encargan nuevas obras para destinarlas a proyectos en Lima. Parecía lógico que el gobierno de José Pardo, que había promovido a inicios del siglo XX el restablecimiento de institutos técnicos, decidiera finalmente encargar a Hernández la fundación de la academia de arte, un establecimiento largamente reclamado por artistas e intelectuales locales. A poco de finalizar su mandato, en marzo de 1918 el gobierno de Pardo contrata en París al pintor peruano para fundar y dirigir la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), la cual finalmente se crea el 26 de septiembre de ese año. Con el arribo de Hernández a Lima y la creación de la academia se abre un nuevo periodo en el desarrollo artístico del país. La influyente presencia del pintor en el medio adquiere un dinámico impulso bajo el gobierno del presidente Augusto B. Leguía, quien asume tras derrocar a Pardo en 1919. A lo largo del oncenio de Leguía, como se conoce a este periodo, el gobierno patrocinó las actividades de la Escuela incorporando de forma estratégica el trabajo de sus profesores y alumnos a su programa cultural y político. Hernández, individualmente o colectivamente junto a sus discípulos y maestros de la ENBA, participó en los principales proyectos promovidos por el gobierno.
A lo largo de la década de 1920, al mismo tiempo que realizaba por encargo del Estado pinturas relacionadas con la historia nacional, el pintor emprendía retratos de las primeras autoridades del régimen leguiísta. Aunque siempre realizados con destreza, estas obras se encontraban distantes de las cualidades de sus primeros retratos realizados en Europa. Además de su estatus de retratista del régimen, tuvo aún un papel fundamental como director de la ENBA al guiar la producción de sus alumnos hacia la “gran tradición” europea y acoger, al mismo tiempo, las divergentes orientaciones artísticas de los maestros Manuel Piqueras Cotolí y José Sabogal. Hernández concibió la Escuela como un gran taller de arte y fomentó el trabajo colectivo para importantes proyectos de obras públicas del oncenio. En 1924, con motivo de las celebraciones del centenario de la batalla de Ayacucho, la ENBA participó en la construcción y decoración del Salón Ayacucho, un espacio destinado a recibir las delegaciones extranjeras llegadas para acompañar las celebraciones. Mientras Piqueras proyecta el diseño arquitectónico del salón, Hernández, José Sabogal y sus alumnos −Camilo Blas, Elena Izcue, Jorge Vinatea Reinoso y Wenceslao Hinostroza− pintan escenas de tradiciones y pasajes de la historia del país. El proyecto, probablemente, bajo la dirección de Hernández, cobró un rol protagónico en el discurso oficial del régimen. Concebido como una estancia palaciega de estilo “neoperuano”, el salón remitía a elementos ornamentales de origen precolombino y colonial con el fin de subrayar su autoridad histórica como un puntal para legitimar del gobierno de Leguía.
Como en este proyecto, el liderazgo de Hernández en la conducción de la Escuela fue un hecho reconocido en el medio local e internacional. Ello permitió consolidar su imagen y obtener el permanente favorecimiento del gobierno, el cual asistía a las inauguraciones anuales de la exposición de los alumnos de la Escuela. Los discursos de Leguía en los eventos garantizaron el compromiso del gobierno para apoyar la gestión del pintor en tanto aliado del proyecto cultural de la Patria Nueva. Ello propició el envío oficial de maestros y alumnos a las principales exposiciones oficiales realizadas en el exterior, como la exposición conmemorativa del Centenario de la Independencia de Bolivia en 1925 y la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, para la cual Hernández preparó una efigie del fundador de Lima, Francisco Pizarro, copia de una obra que había realizado en 1927 para el Palacio de Gobierno. La visibilidad de la Escuela dependió de la capacidad de Hernández de mantener el patrocinio del gobierno, por lo cual la presencia de la ENBA se vería reducida tras la caída de Leguía. Hernández falleció el 23 de octubre de 1932. Mientras su discípulo más cercano, Germán Suárez Vértiz, continuaría su legado artístico, Hernández sugiere como sucesor en la dirección de la Escuela al pintor José Sabogal, quien venía encabezando a un núcleo de discípulos que pronto se harían conocidos como el “grupo indigenista”.
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Lima
1855-1869

