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Cristo de la caída
Cristóbal Lozano
Lima, Perú, 1705 - Lima, Perú, 1776.
Por Luis Eduardo Wuffarden
Considerado el maestro limeño más afamado de su tiempo, Cristóbal Lozano lideró sin discusión el resurgimiento pictórico alcanzado por la capital del virreinato durante la segunda mitad del siglo XVIII. A lo largo de su extensa carrera como pintor religioso y retratista de corte desarrolló un novedoso estilo personal de carácter ecléctico y cosmopolita, influido por las ideas estéticas de la Ilustración. En su obra alternan la evocación del siglo de oro español con los modelos y la vivacidad cromática del “rococó” internacional más reciente. Su influyente personalidad lo llevaría a erigirse en una suerte de jefe de escuela, cuyo magisterio se hará evidente en las dos generaciones que le siguieron, llegando hasta figuras como José Gil de Castro (1785-1837), activo en plena era de la Independencia y a inicios de la república. 

Nacido en Lima en 1705, el futuro pintor era hijo de padres desconocidos, por lo que recibió su apellido del religioso dominico fray Pedro Lozano de las Cuevas, quien lo llevó a bautizar en la parroquia de Santa Ana (Estabridis 299, nota 2), y gracias a su talento alcanzó el prestigio social que sus orígenes parecían negarle. Aunque se desconoce su formación, es probable que aprendiera el oficio en algún taller capitalino influido por el auge de la pintura devota importada desde el Cuzco. Ello podría deducirse de su obra más antigua conocida, la serie sobre la vida de la Virgen, fechable hacia 1720/1725, en el monasterio limeño del Carmen. Por su carácter convencional, dependiente de conocidas estampas flamencas, aquellas composiciones denotan aún escaso interés por la invención, la perspectiva o la representación verista. En esa ocasión, joven artista las donó a la comunidad carmelita, quizá con el propósito de hacerse un lugar en el ejercicio de la profesión. 
Durante los años siguientes, su trabajo evolucionará hacia una modalidad personal claramente inspirada por la gran tradición europea. A ello contribuyó el patrocinio de los jesuitas, quienes convocaron al joven Lozano para participar en la decoración del templo de San Pablo (hoy San Pedro), en cuyo interior se veían lienzos de maestros españoles como Juan de Valdés Leal y Bartolomé Román. Esa influencia se hará patente en el ciclo hagiográfico de san Luis Gonzaga, fechado en 1730, destinado a su capilla en la iglesia jesuita. Destacan en el conjunto las grandes composiciones de San Luis ante la Virgen del Buen Consejo y el Ingreso del santo al seminario jesuita, en la que se incluye un presunto autorretrato. Para el mismo complejo jesuita realizó otras obras en distintos momentos, lo que demuestra el prolongado vínculo de Lozano con la Compañía de Jesús (Wuffarden 2017: 244-253).  Su reconocimiento como pintor religioso habrá de consolidarse a través de obras como La imposición de la casulla a San Ildefonso (1734), La liberación de san Pedro (1741), copia de José Ribera, y una Apoteosis de San Cayetano de Thiene (1742), en la catedral de Lima. 

Poco después del devastador terremoto de 1746, Lozano reafirmó su virtuosismo técnico al restaurar muchas de las pinturas de importancia que guardaba la ciudad. Por entonces recibió la protección del oidor criollo Pedro Bravo de Lagunas y Castilla, cuya notable pinacoteca se encargó de retocar. Así tuvo acceso a un vasto panorama de la pintura europea de los siglos XVII y XVIII, circunstancia que ayudó a impulsar su despegue definitivo (Holguera Cabrera 2017). En 1759, al redactar la “memoria” de su pinacoteca, el oidor limeño incluyó, junto con las piezas de maestros europeos, numerosas obras del propio Lozano, entre retratos, lienzos religiosos y pinturas de género. Estas últimas, hoy perdidas, dejan entrever su interés por plasmar los tipos populares de la ciudad -locos, mendigos y borrachos-, siguiendo en esto el ejemplo de los maestros españoles del Siglo de Oro para configurar lo que podría entenderse como una “picaresca” de la sociedad criolla de su tiempo.

Quizá por recomendación directa de Bravo de Lagunas, a quien retrataba en 1751 y 1752, Lozano se convirtió en pintor de la corte bajo el gobierno del virrey José Antonio Manso de Velasco, pues el oidor era el consejero más cercano de este. A partir de 1749 realizó no menos de cuatro retratos de Manso de Velasco, entre los cuales se encuentra el que cuelga en la sacristía de la catedral de Lima, fechado en 1758, considerado entre sus piezas maestras. Este lienzo muestra al conde de Superunda no en el interior de su despacho -como era ya tradicional- sino en un espacio abierto, en medio de la plaza mayor, dirigiendo personalmente las obras de reconstrucción del templo catedralicio, para configurar la imagen pública de un gobernante dinámico, moderno e ilustrado.

A partir de esos años, Lozano se convertiría en pintor favorito de la élite limeña, por lo que tuvo una participación crucial en la formación de las galerías familiares de las principales casas nobiliarias de Lima, que alcanzaron su momento de consolidación por esos años. Es el caso de los marqueses de Torre Tagle o de los condes de Montemar y Monteblanco, que figuran entre sus clientes y patronos más asiduos. Es sabido que el primer conde de Monteblanco, investido con el título en 1755, poseía una gran cantidad de retratos familiares y cuadros de temática religiosa pintados por Lozano que eran inventariados y tasados por el propio artista en 1763 (Swayne y Mendoza 1951: 525-531). 

Con motivo de las celebraciones por la ascensión al trono de Carlos III, en 1760, Lozano exhibió en espacio público una Alegoría de la Envidia. Era una exaltación de la nobleza de la pintura como “reina de las artes” y se dice que fue enviada a la corte de Madrid, aunque no hay ninguno indicio de su paradero actual. (Kusunoki). Al describir y comentar esta obra en su relación de las fiestas limeñas en homenaje al nuevo monarca, Antonio Ruiz Cano, marqués de Sotoflorido, llegaría a comparar a Lozano con maestros renacentistas de la talla de Miguel Ángel y Rafael Sanzio. De este modo, el escritor criollo elogiaba el surgimiento de una pintura local renovada, cuya tónica clasicista y cosmopolita compartía los ideales artísticos de las academias europeas contemporáneas. 

Si bien Lozano llegó a retratar al virrey Manuel de Amat y Junyent cuando este asumía el mando, en 1761, todo induce a pensar que sus estrechas vinculaciones con la élite criolla lo alejaron de la corte durante sus años de gobierno, debido a los conflictos de este virrey con los poderes locales. No obstante, Amat le encargaría en 1770 uno de los proyectos descriptivos más notables de la pintura ilustrada peruana: la serie de lienzos que representan las diversas castas o mezclas raciales en el virreinato, destinada al gabinete de historia natural que el príncipe de Asturias -futuro Carlos IV- proyectaba fundar en Madrid (Wuffarden 2000). Concebidas a manera de retratos, estas pinturas de castas muestran a grupos familiares que sugieren secuencias genealógicas quizá inspiradas por las “tablas” del coronel Gregorio de Cangas. De este modo se buscaba demostrar ante la audiencia europea que las sucesivas mezclas de las “castas” con españoles culminaban en la denominada “gente blanca” americana. Este argumento disgustó a los sectores dirigentes criollos, pues insinuaba de manera subliminal que los miembros más encumbrados de la sociedad virreinal solían tener ancestros indígenas y africanos.

Durante sus años de madurez, Lozano se vinculó con la orden de los padres camilos o de la Buena Muerte, congregación hospitalaria de origen italiano establecida en Lima a principios del siglo XVIII. Su primer encargo para esta comunidad fue un retrato póstumo del fundador del establecimiento limeño, Fray Goldobeo Carami (1756). En los años siguientes realizó también el Éxtasis de san Camilo de Lelis (1762), hoy en el MALI, y la monumental composición de la Apoteosis de san Camilo, que preside la sacristía del templo de la Buena Muerte (Santibáñez 1945). Incorporado como hermano seglar de la orden, Lozano siguió colaborando con los camilos hasta su fallecimiento, ocurrido el 19 de setiembre de 1766, y fue sepultado en la cripta de los hermanos crucíferos. Su fama póstuma permaneció indeclinable, pues a quince años de su muerte, la “Carta sobre la música”, publicada por Toribio del Campo y Pando en las páginas del Mercurio Peruano, recordaba al maestro como el exponente máximo de la pintura local, “el inimitable Apeles […] de cuyas manos sabias han corrido en la corte de las Españas diversos quadros admirables” (Campo y Pando 1792). Se explica así su presencia en las colecciones más importantes de la ciudad y la persistencia de la tradición pictórica fundada por él hasta los primeros años de la república a través de personalidades tan relevantes como José Gil de Castro, conocido como el “pintor de los libertadores.”

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Sellos y firmas:
Por amor de Dios una ave maría por Lozano (Anunciación, serie de la vida de la Virgen) circa 1720/1725, Monasterio del Carmen, Lima).
El Mro, Lozano/Un amigo (San Luis Gonzaga ante la Virgen del Buen Consejo, 1730. Iglesia de San Pedro, Lima).
Diónoslo Christoval Lozano quien lo pintó (Imposición de la casulla a san Ildefonso, 1734).
Monograma de Lozano (Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla, 1752, Museo de Arte de Lima).
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